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Un loro verde y amarillo, colgado en una jaula en la parte exterior de la puerta, no paraba de repetir : "Allez-vous-en ! Allez-vous-en ! Sapristi ! ¡Está bien ! " . Sabía un poquito de espanol y también otra lengua que nadie entendía, excepto el sinsonte, que, colgado al otro lado de la puerta, desgranaba agudas notas en la brisa con enloquecedora persistencia. El senor Pontellier, incapaz de leer el periódico con un mínimo de tranquilidad, se levantó con una exclamación y gesto de disgusto.
Bajó del porche y cruzó los estrechos "puentes" que comunicaban entre sí los cottages de los Lebrun. Había estado sentado delante de la puerta de la casa principal. El loro y el sinsonte pertenecían a madame Lebrun, y tenían derecho a hacer todo el ruido que quisieran ; en contrapartida, el senor Pontellier tenía el privilegio de abandonar su companía en cuanto empezaran a fastidiarle. Se detuvo delante de la puerta de su cottage, el cuarto a partir de la casa principal, el penúltimo, y se sentó en una mecedora de mimbre, intentando una vez más leer el diario.
Era domingo, pero el ejemplar correspondía al sábado, porque la prensa del día no había llegado aún a Grand Isle. Como ya conocía la información financiera, echó un vistazo nervioso a los editoriales y las noticias que no había tenido tiempo de leer el día anterior antes de sal ir de Nueva Orleans. El senor Pontellier usaba anteojos. Era un hombre de cuarenta anos, estatura mediana y complexión esbelta ; se encorvaba un poco y se peinaba el pelo castano y liso con raya a un lado.
Llevaba la barba elegante y minuciosamente recortada.