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Al día siguiente recibió León un anónimo, después la visita de dos amigos que le comunicaron algo muy interesante, pero también muy penoso para él, y á consecuencia de esto pasó en gran desasosiego el día y en vela la noche. Levantóse temprano y anunció á Facunda que se marchaba ; una hora después, dijo : "No : me quedo, debo quedarme". Por la tarde salió á pasear á caballo, y al regreso envió un recado á Pepa, diciéndole que deseaba hablar con ella.
Desde el día en que se supo la noticia de la muerte de Cimarra, León no había visto á la hija del Marqués de Fúcar sino dos ó tres veces. Un sentimiento de delicadeza le había impedido menudear sus visitas á Suertebella. Recibióle Pepa poco después de anochecer en la misma habitación donde Monina había estado enferma y moribunda. La graciosa nina, medio desnuda sobre la cama, se rebelaba contra la regla que manda dormir á los chicos á prima noche, y sin hacerse de rogar como otras veces, contaba todos los medios cuentos que sabía, y decía todas sus chuscadas y agudezas ; empezaba una charla que concluía en risa, y castigaba á su muneca después de darla de mamar ; saludaba como las senoras, y con sus dedillos hacía un aro para imitar el lente monóculo del Barón de Soligny.
Después de mucha batahola, vacilando entre la risa y una severidad fingida, Pepa logró hacerla arrodillar, cruzar las manos y decir de muy mala gana un hechicero Padrenuestro, mitad comido, mitad bostezado. Siguió á esta oración el Con Dios me acuesto, con Dios me levanto, y como si esta ingenua plegaria tuviese en cada palabra virtud soporífera, Monina guinó los ojos, cerró sus párpados con dulce tranquilidad, y murmurando las últimas sílabas, quedóse dormida en los brazos del Senor.
Después que ambos la contemplaron en silencio durante largo rato, León la besó en la frente.